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Todos hemos escuchado relatos sobre personas que desobedecieron normas porque algo en su interior les obligaba a hacerlo, aunque asumieran con ello un grave riesgo. El caso del empresario Oskar Schindler y los seres humanos que salvó de una muerte atroz en campos de concentración es un caso muy conocido, pero la vida está llena de pequeños ejemplos que no llegan a difundirse. Al hablar de conducta moral, las emociones triunfan sobre las reglas. Por eso, nos cuesta transigir ante determinados comportamientos, aun cuando son legales.

Atravesamos actualmente por la tercera etapa en la curva de madurez del compliance: la primera lo equiparaba al cumplimiento de determinada regulación específica, la segunda lo extendió a otras normas igualmente exigibles -además de las correspondientes al sector de actividad o mercado- y, finalmente, la tercera abarca también las obligaciones asumidas voluntariamente, normalmente mediante Códigos Éticos y textos análogos. Esta visión moderna introduce en la órbita del compliance deberes que trascienden de la legalidad y con los cuales las organizaciones se comprometen públicamente. Por ello, son parte natural del alcance de los sistemas de gestión de compliance modernos, como reconoce el estándar ISO 19600 sobre Compliance Management Systems (CMS).

El investigador holandés Frans de Waal señala que, a partir de los dos años de edad, los niños distinguen entre principios morales (“no robar”) y normas culturales (“no ir a la escuela en pijama”). Llega a la conclusión de que los primeros están profundamente arraigados en los seres humanos, hasta el punto de provocar fuertes inhibiciones cuando las normas fuerzan a vulnerarlos. Es más, esa misma reacción se observa otros muchos seres vivos.

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church publicó un estudio científico realizado con ratas, en virtud del cual cuando una accionaba la palanca para obtener comida, otra situada en una jaula adyacente recibía una descarga eléctrica a través de una rejilla metálica en el suelo. Sorprendentemente, la primera rata dejó de accionar la palanca cuando constató el dolor que infligía a un congénere, prefiriendo quedarse sin comida. En aquella época, el experimento llegó a repetirse con primates, obteniendo resultados sobrecogedores: un ejemplar evitó comer durante 12 días para no herir a otro. Los animales tienen también líneas rojas que les repugna traspasar.

Muchas legislaciones en el mundo, incluyendo la española, están influidas por el movimiento de codificación que inició Napoleón Bonaparte en 1804, y que contribuyó a separar el derecho de la moralidad. Por eso, es raro encontrar referencias a la moralidad en las normas afectadas por esta escuela. En nuestro Código penal no aparece ni una sola vez la palabra “ética”. De hecho, la mayor parte de normas son moralmente tan asépticas que se limitan a exponer las consecuencias de determinadas conductas (“el que mata a alguien va a la cárcel”), pero no las desaprueban explícitamente (“matar no es correcto”).

Esta disociación entre derecho y moral ha abonado la creencia de que toda conducta que se ciñe a la Ley es esencialmente correcta. Sin embargo, cuando en las noticias escuchamos a algunos sujetos pregonando a los cuatro vientos que acataron la Ley, dudamos si realmente obraron de manera moral o justa. En el fondo, sus proclamas nos huelen a excusa.

En el ámbito del compliance vemos cómo las normas convencionales están siendo sobrepasadas por principios superiores. En esta clave se comprende, por ejemplo, la Circular 1/2016 de la Fiscalía General del Estado cuando señala que los programas de compliance tienen por objeto “promover una verdadera cultura ética”. El Tribunal Supremo va más allá y, en su célebre Sentencia 154/2016, de 29 de febrero de 2016, subraya que una adecuada cultura ética empresarial “es un dato relevante a la hora de establecer la responsabilidad penal de la persona jurídica, independientemente incluso del cumplimiento estricto de los requisitos previstos en el Código Penal de cara a la existencia de la causa de exención de la responsabilidad…” Si recordamos que el Código Penal no cita ni una sola vez el término “ética”, comprenderemos el cambio drástico de mentalidad que avalan estas manifestaciones, y que nos sitúa en los albores de la cuarta etapa de madurez del compliance, donde el mandato de nuestros corazones parece imponerse al de nuestros cerebros.

El compromiso real de las organizaciones con una conducta ética tiene consecuencias trascendentales en su gestión, pues deberán poner cuidado en seleccionar cuidadosamente a las personas con las que se vinculan, tanto internamente (miembros de la organización) como externamente (socios de negocio). En este contexto, los procedimientos de diligencia debida sobre estos colectivos son ya indispensables en todo sistema de gestión de compliance, como explico en el video número 8 de la Serie Compliance Basics

Alain Casanovas