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La libertad de establecimiento en la Unión Europea (UE) ha funcionado desde los años 1980 como una garantía contra la discriminación fiscal de las empresas entre los Estados miembros. En los últimos tiempos hemos asistido a lo que muchos consideran un abuso de esta libertad con la finalidad de eludir impuestos, que está siendo combatido a nivel mundial con acierto muy desigual.

En efecto, la libertad de establecimiento (arts. 49 a 54 del Tratado de Funcionamiento de la UE) permite a una persona física o jurídica nacional de un Estado de la UE el ejercicio de una actividad económica en otro Estado miembro mediante la apertura de agencias, sucursales o establecimientos, así como la toma de participaciones en entidades de esos otros Estados que les permita ejercer una influencia significativa, sin ser discriminadas fiscalmente respecto a las sociedades nacionales de ese otro Estado miembro. Esta prohibición de discriminación fiscal ha dado lugar a una abundante jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) con importantes efectos sobre la imposición directa de los Estados miembros, no siempre bien recibidos por las autoridades fiscales nacionales correspondientes.

La libertad de establecimiento ampara la “migración” de sociedades entre Estados miembros (una sociedad de un Estado miembro puede, sin disolverse y liquidarse, cambiar su residencia a otro Estado miembro si se transforma en una forma societaria del Estado receptor).

¿Y si esa migración, o el mero traslado de activos, tienen una finalidad eminentemente fiscal, esto es, persigue fundamentalmente pagar menos impuestos? Vienen a la cabeza las llamadas “tax inversions” en los Estados Unidos (aprovechamiento de una fusión transnacional para situar la residencia fiscal de la sociedad resultante en el país más favorable desde el punto de vista fiscal), o la deslocalización o traslado de activos y/o actividades a países europeos de fiscalidad comparativamente benigna, tanto desde fuera de la UE como procedentes de otros Estados miembros.

La reacción frente a ciertos abusos manifiestos de la libertad de establecimiento se ha visto incrementada por la crisis financiera de 2008, con efectos sobre la recaudación tributaria y la opinión pública: iniciativas como el proyecto anti-BEPS del G20 y la OCDE (2013-2015), la introducción de impuestos específicos contra la elusión fiscal internacional en varios países (Reino Unido, Francia) y, más recientemente, la nueva Directiva antielusión fiscal de la UE (2016/1164, de 12 de julio de 2016), el expediente de la Comisión Europea contra Irlanda por ayudas de Estado a la empresa Apple (septiembre de 2016), la nueva lista de paraísos fiscales (”jurisdicciones no cooperativas”) de la UE que se espera para finales de 2017, que basará buena parte de sus conclusiones en los análisis de países que realizará la OCDE para ampliar el “marco inclusivo” de sus trabajos anti-BEPS (esto es, la extensión de los estándares mínimos anti-BEPS a países que no forman parte de la OCDE ni del G20).

Es destacable comprobar que todas estas iniciativas no han supuesto prácticamente ningún esfuerzo de adaptación de la normativa española, que ya se había adelantado a la implementación de la gran mayoría de estas medidas antielusorias. Como excepción, puede citarse la necesidad, como consecuencia de la Directiva antielusión y con fecha límite hasta el 31 de diciembre de 2018, de endurecer la imposición española de salida sobre plusvalías tácitas o no realizadas (el llamado “exit tax”) para extenderla al traslado de activos (y no restringirla, como hasta ahora, a los cambios de residencia), lo que (i) no deja de ser paradójico, habida cuenta de los problemas de compatibilidad con el Derecho comunitario que ha tenido el exit tax español en el pasado reciente y (ii) constituye un buen ejemplo del actual cambio de tendencia. Pese a su escaso impacto a nivel normativo, cabe preguntarse si este conjunto de iniciativas podría desplegar en España una especie de “nuevo marco interpretativo” para todos los operadores jurídicos.

A este respecto, debe recordarse que la jurisprudencia del TJUE considera que el ahorro fiscal es un motivo económico lícito y rechaza únicamente lo que denomina “wholly artificial arrangements”, esto es, los acuerdos o montajes puramente artificiosos y carentes de toda sustancia o realidad económica (Sentencia Cadbury Scheweppes, 2006). También puede ser una motivación válida para el establecimiento o instalación en un país, aparte de su fiscalidad, las ventajas que ofrece su Derecho societario para los accionistas o administradores de una sociedad.

Estas constataciones deberían ayudar a situar, en el “nuevo paradigma” de la fiscalidad internacional introducido por las conclusiones del proyecto anti-BEPS, el rechazo de la llamada “planificación fiscal agresiva”, presente en los trabajos de la UE y de la OCDE (y hasta en las directrices generales del Plan Anual de Control Tributario de nuestra AEAT, desde 2013 hasta hoy), que como ya han destacado opiniones autorizadas (J.M. Calderón y A. Quintas, Una aproximación al concepto de “planificación fiscal agresiva” utilizado en los trabajos de la OCDE; P. Pistone, La planificación fiscal agresiva y las categorías conceptuales del Derecho tributario global), constituye un concepto difuso, insuficientemente definido, admisible como directriz de política fiscal, pero peligroso si se convierte en un criterio interpretativo general, dada la inseguridad jurídica que conlleva, si no se reconduce a categorías conceptuales debidamente respaldadas por el ordenamiento jurídico de la Unión Europea y de los Estados miembros.

Extracto de la ponencia presentada en la jornada de estudio “Las empresas en Europa: nuevas formas de financiación empresarial y cuestiones jurídicas en torno a su libertad de establecimiento”, organizada por la Universidad Autónoma de Barcelona y patrocinada por el Ministerio de Economía y Competitividad, la Generalitat de Cataluña, BCN Business Angels y Mazars, el 16 de diciembre de 2016.

Ángel Baena