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Hace poco más de un siglo, según cuentan los historiadores, una decisión de Winston Churchill dio lugar al inicio de la era del hidrocarburo. Resolvió que los barcos de la armada británica se alimentarían con petróleo en lugar de con carbón. En las islas británicas abundaba este último, pero no el petróleo. Fue una decisión valiente de alguien a quien otras decisiones valientes convertirían décadas más tarde en el primer ministro británico más célebre de la historia. La decisión de Churchill permite también recordar la enorme capacidad transformadora de algunas decisiones políticas.

La sostenibilidad, referida a asegurar que las instituciones del capitalismo son sensibles a las necesidades de las personas y del planeta, está viviendo su propio momento Churchill. Hasta el punto de que, dada la velocidad a la que están avanzando las cosas, quizá usar el término sostenible tendrá en algunos años el mismo sentido que el que hoy tiene el término sufragista; ninguno, dado que ya no servirá para distinguir a ningún colectivo en particular. Quizá podamos buscar los antecedentes del momento Churchill de la sostenibilidad en el año 2016, cuando la Unión Europea integró el acuerdo de París y los objetivos de desarrollo sostenible en el marco político europeo. La sensibilidad de la opinión pública y las preferencias de los consumidores cambiaron en aquellos años. Por poner un ejemplo, algunos estudios señalan que la mayor parte de los millones de espectadores que vieron la serie documental Blue Planet II de la BBC, de 2017, cambiaron su actitud y sus hábitos frente al plástico.

Pero el verdadero punto de inflexión de la sostenibilidad se produjo cuando la Comisión Europea anunció a finales de 2019 el Pacto Verde Europeo, iniciativa que tiene un potencial transformador equiparable al del momento Churchill original. El Pacto Verde pretende mover la economía europea hacia la sostenibilidad. Establece que todas las actuaciones y políticas de la Unión Europea deberán contribuir a sus objetivos. Las medidas propuestas tienen un impacto profundo en nuestro día a día. Desde los alimentos que comemos, hasta la ropa que nos ponemos pasando por los cachivaches que utilizamos. Pocas cosas de las que utilizamos desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir quedan fuera del alcance del pacto verde. La práctica totalidad de los sectores y compañías notarán la influencia de esta iniciativa estratégica europea y de la regulación a la que está dando lugar. El pacto verde constituye, además, junto con la digitalización y la resiliencia, uno de los elementos centrales del histórico plan europeo de recuperación ante la crisis recientemente aprobado. Un plan de recuperación que, todo parece indicar, va a tener un impacto significativo en el modelo económico europeo.

La primera revolución industrial nos trajo la mecanización y la fábrica; la idea de tener a un elevado número de personas empleadas bajo un mismo techo. La segunda revolución vino de la mano de la electricidad y el petróleo, y nos regaló la producción en masa, las primeras grandes compañías y la necesidad de contar con gestores profesionales y con modelos organizativos formales. La tercera fue consecuencia de la extensión de las tecnologías de la comunicación y la información en las compañías. Hay quien hablaba también de la cuarta. No sé si con la sostenibilidad estamos viviendo una nueva revolución industrial, aunque doy por seguro que algún libro llevará ese título. Lo que sí sabemos es que la transformación sostenible tiene el potencial de cambiar en mayor o menor medida los modelos de negocio y de gestión de la práctica totalidad de las compañías de todos los sectores económicos. Pocos cambios son anunciados con antelación. Pocas veces tenemos la posibilidad de ver el futuro como ahora lo vemos. El futuro será sostenible.

En el año 2015, el semanario británico The Economist congregó a un grupo de escritores a los que formuló una pregunta en apariencia sencilla: ¿qué cosas de las que hacemos hoy resultarán extrañas a las personas que vivan dentro de cincuenta años? Hubo quien se inclinó por el tratamiento que reciben los animales en la cadena alimentaria. Otros, por el elevado consumo de azúcar en nuestra época, por la libertad para tener cuantos hijos deseemos, por nuestra práctica de estabular a los niños en colegios o por que no se hubiera inventado la cura contra la calvicie. Entre los que contestaron no había gestores. De haberlos habido, seguro que hubieran dicho que en el futuro parecerá extraño el poco caso que se hizo a la sostenibilidad durante tantos años.

Como decía con anterioridad, es imposible saber si estamos frente a una nueva revolución industrial. Lo que podemos desear es que, de serlo y a diferencia de las anteriores, nuestro país y nuestras empresas desempeñen un papel determinante.