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La banca europea ha atravesado en los últimos diez años todo tipo de vicisitudes. La crisis financiera que estalló en 2007 debilitó a numerosas entidades y obligó a los gobiernos a aportar una cantidad ingente de dinero público (según la Comisión Europea, 650.000 millones de euros entre 2008 y 2016, de los cuales la mitad fueron efectivamente utilizados) para recapitalizarlas. La reacción posterior de la autoridades europeas fue crear aceleradamente una nueva arquitectura de regulación y supervisión (lo que se conoce como Unión Bancaria), mucho más exigente que la anterior, con el fin de reforzar sus niveles de solvencia y evitar en lo posible la repetición del recurso al apoyo público. En paralelo, la ralentización de la actividad económica y la consecuente reducción de los tipos de interés golpearon la rentabilidad de las instituciones de crédito, que encontraron serias dificultades para ganar dinero en un contexto de caída de la demanda solvente y de estrechamiento severo de sus márgenes.

Todos esos factores, que en muchos casos se han solapado en el tiempo, han contribuido a hacer del sector bancario un mal negocio: en los últimos diez años la rentabilidad del capital (ROE, por sus siglas en inglés) ha estado siempre por debajo del 10%, que es el coste de capital estimado (es decir, el retorno que esperar los inversores) para el conjunto del sector en Europa. La comparación con las entidades de Estados Unidos, que superaron con mucha mayor rapidez la crisis financiera, no hace más que confirmar la fragilidad e insuficiencia de los beneficios de la banca europea.

Ahora, parte de esos problemas se han resuelto. Las entidades son más sólidas, el horizonte regulatorio es más previsible y el riesgo de que haya que recurrir al bolsillo de los contribuyentes se ha mitigado. Incluso el mecanismo de resolución, que en 2017 fue sometido por primera vez a prueba de fuego real, funcionó razonablemente bien, a pesar de que las diferentes soluciones adoptadas en los casos surgidos en España e Italia levantaron sospechas sobre la consistencia del modelo. También el escenario macroeconómico es más amable. La actividad económica ha repuntado en la mayor parte de los países europeos y el crédito se ha reactivado.

“No se puede cambiar la dirección del viento, pero sí la orientación de las velas” Jimmy Dean

Sin embargo, de cara a 2018 subsisten algunos problemas graves que afectan tanto a los niveles de capital como al mecanismo de resolución, a la herencia del pasado y a la nueva regulación contable. Todos juntos, y también por separado, son una amenaza para la rentabilidad del sistema y a fin de cuentas convergen en la misma dirección: la necesidad de cambiar el modelo de negocio tradicional para encontrar nuevas maneras de obtener beneficios de forma recurrente y sostenible en el tiempo.

Los problemas prioritarios para las entidades son los siguientes:

  • Un aumento del capital no por previsto menos demoledor. El supervisor único europeo, consciente de que el nivel de capital de las instituciones de crédito se ha elevado significativamente en los últimos años, ha dejado de apretar las tuercas. El juicio supervisor, que determina la capa adicional de capital que han de allegar las entidades en función de sus propias especificidades, se ha estabilizado. Sin embargo, hay dos factores que contribuyen a mantener la tensión sobre los recursos propios. Por una parte, hay que cubrir un aumento adicional de 0,625 puntos en la ratio de capital, como consecuencia de la aplicación automática del calendario de transición de los Acuerdos de Basilea III. Este incremento no por previsto es menos demoledor, ya que pocos bancos en Europa son capaces de rellenar esa capa adicional a través de la generación orgánica de resultados. Por otra parte, otro elemento que añade presión sobre el volumen de capital es la propia mejora del negocio. Es una obviedad estadística, pero hay que tenerla en cuenta en la gestión de los recursos propios: el crecimiento de los activos lleva aparejado inexcusablemente un aumento de los riesgos, y la entidades deben elevar su capital en la misma proporción si quieren mantener su nivel de solvencia, al ser éste el cociente entre capital y activos ponderados por riesgo.
  • Un colchón de capital suplente que golpea a los bancos más pequeños. Uno de los grandes desafíos de 2018 es la puesta en marcha del Requerimiento Mínimo de Pasivos Elegibles (MREL, por sus siglas en inglés), un colchón de capital suplente que se reclama, con carácter individual, a las instituciones de crédito europeas para que en caso de resolución se puedan absorber las pérdidas y seguir operando. Aunque los objetivos individuales no están completamente definidos, las autoridades de resolución manejan un nivel en promedio algo superior al 20%, el doble aproximadamente de lo que se exige para el capital puro. El grosor de ese colchón puede poner en aprietos a las entidades más pequeñas, que tienen poco experiencia en acudir al mercado (ya en 2o17 se registró un aluvión de emisiones con vistas a cumplir al MREL) y que deberán pagar un sobrecoste por ello. En algunos casos, el tipo de interés de esas emisiones puede llegar a comerse buena parte de los beneficios ordinarios de la entidad.
  • La pesada mochila de los préstamos improductivos. Los Non Performing Loans (NPLs) de la zona del euro representan casi 800.000 millones de euros (el 5,5% del total) y su reducción se ha convertido en casi una cuestión de Estado para las autoridades europeas, que consideran que los bancos (sobre todo los italianos, que acumulan una cuarta parte del total, y en un segundo escalón los franceses y los españoles) no se están esforzando lo suficiente para liberarse de la mochila de préstamos dudosos acumulados durante la crisis, ni tampoco para prevenir futuros rebrotes de la morosidad. Diversas instituciones internacionales han tomado cartas en el asunto y el Mecanismo Único de Supervisión ha empezado a comunicar a las entidades con mayores problemas sus expectativas sobre la materia. Además, el supervisor europeo prepara para 2018 una guía de directrices sobre nuevos préstamos dudosos, cuyo primer borrador ha sido recibido con múltiples objeciones por parte del sector.
  • Una regulación contable que obliga a elevar las provisiones. La entrada en vigor en 2018 de la nueva normativa contable IFRS 9 cambia la filosofía sobre el deterioro de la inversión crediticia, que a partir de ahora asume un enfoque más preventivo. La novedad más importante es la introducción del concepto de pérdida esperada, en vez del de pérdida incurrida que se venía aplicando hasta ahora. Este cambio de reglas puede tener un notable impacto en el nivel de dotaciones de los bancos para cubrir el deterioro del crédito. Según las propias entidades, el volumen de provisiones crecerá un 13%, lo cual tendrá un impacto negativo sobre la ratio de capital de la mayoría de ellas. Para mitigar estas repercusiones, está previsto aprobar un periodo transitorio de cinco años durante el cual se permitirá a los bancos tomar medidas para mantener los niveles de capital de mayor calidad.

De una u otra manera, todos estos problemas atacan la línea de flotación del negocio bancario y exigen una respuesta urgente por parte de las entidades. La transformación del modelo de negocio es un imperativo para sobrevivir en un mercado crecientemente complejo y competitivo. Cada entidad debe encontrar su propia fórmula para reinventarse, pero perfeccionar el sistema de precios, desprenderse de la herencia negativa del pasado y mantener los costes bajo control son algunas de las ideas que mejor han funcionado hasta ahora.

Mahatma Gandhi dijo en cierta ocasión que “los sueños al principio parecen imposibles, más tarde se convierten en improbables y finalmente acaban siendo inevitables”. Sea un sueño o no, la transformación de la industria financiera europea ha entrado ya de lleno en esta última fase.

Alberto Calles

Socio responsable de la Unidad de Regulación Financiera de PwC

Fuente: Pwc - Periscopio Fiscal y Legal

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