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“Todo el mundo tiene un plan hasta que recibe un puñetazo en la boca”. Esta frase del célebre boxeador americano Mike Tyson es una manera muy ilustrativa de subrayar la importancia de la gestión del riesgo.

El cuadrilátero, sin embargo, ha terminado por alcanzar una escala global. Las paredes de las fábricas son, hoy en día, una mera ilusión. La producción y la cadena de suministro se han transformado en una compleja telaraña que se extiende por todo el mundo. En este escenario, Asia se ha convertido en el nodo más importante (pero no en el único) de esta red de interdependencias, descansando en sus economías de mano de obra barata y alta eficiencia y con China y los integrantes de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) como protagonistas. En este contexto, cualquier evento, incluido un desencuentro entre líderes políticos en una cumbre asiática, puede acabar en un sobrecoste de abastecimiento para una compañía en Valladolid, Michigan o Hamburgo. Por ejemplo, en Agosto de 2015 se produjeron dos enormes explosiones en una bodega que almacenaba productos químicos en el puerto de Tianjin (China) que terminaron por afectar a 285 compañías del Fortune Global 500.

Una dificultad añadida es que esta inmensa y compleja red descentralizada no es estática, sino que evoluciona, creciendo y enmarañándose con velocidad variable. Nos encontramos en el momento más lento de la aceleración. Hasta hace tres o cuatros años, la manera más segura de aislar a cualquiera, de anular su capacidad de influir en el mundo, era subirle en un avión. Después, las aerolíneas comenzaron a ofrecer wifi on board, eliminando así toda oportunidad de desconexión.

La interdependencia superlativa y sus efectos no son un concepto novedoso. Ya lo avisaba el matemático y meteorólogo Edward Norton Lorenz a principios de los 70, cuando explicaba que el aleteo de una gaviota podía provocar un tornado en la otra punta del mundo. Más tarde, decidió cambiar la gaviota por una mariposa para darle un toque más poético. La formulación del “efecto mariposa” explica de manera muy ajustada el impacto provocado por un hecho aislado al otro lado del mundo.

Los riesgos que afectan a las cadenas de suministro de las compañías tienen por tanto dos dimensiones, aquellos que habitan dentro de los límites del poder de influencia de la compañía, llamémosles operativos, y que por tanto pueden mitigarse también dentro de esos mismos límites; y aquellos que sobrepasan todas las fronteras, llamémosles disruptivos, que tienen su origen en la enmarañada red de dependencias que caracteriza la producción internacional.

Los directores de las compañías han venido preocupándose, con mayor o menor intensidad, de los primeros. Sin embargo, duermen como bebés cuando el desafío que tienen delante consiste en que cualquier evento impredecible al otro lado de mundo, desde un tsunami hasta una fanfarronada política, puede acabar con sus compañías mucho más rápido que un retraso en una orden de pedido.

La impredecibilidad es un concepto interesante y que no suele gustar mucho. La mente humana, también la de los directivos de las compañías, tiene el vicio de pensar que el mundo es más explicable de lo que en realidad es, y por tanto más predecible. Este sesgo se ve alimentado por otro: a toro pasado, siempre encontramos una explicación a sucesos que realmente se han desarrollado de manera impredecible. Nuestra mente sólo recuerda aquello que tiene correlación positiva con el hecho en sí y olvida lo que le molesta a la hora de construir una explicación lógica. A esto se le llama distorsión retrospectiva.

Todo el que haya leído un poco sobre la Primera Guerra Mundial habrá percibido que la mayoría de los historiadores se muestran de acuerdo a la hora de explicar el estallido de la misma derivado de “tensiones crecientes” o “escalada de crisis”. El también historiador Niall Ferguson contradice estas hipótesis de predictibilidad estudiando el precio de los bonos imperiales en los momentos anteriores a la guerra y cómo en ningún momento se vieron afectados ante un conflicto bélico de tamaña importancia, no descontando así ninguna circunstancia negativa inminente. Hemos sido capaces de explicar de manera artificial un suceso impredecible, para ganar una tranquilidad igualmente artificial.

¿Pero cómo podemos luchar contra los riesgos que afectan a las cadenas de suministro?

No existe una respuesta sencilla para el caso de los riesgos disruptivos. No se puede eliminar la posibilidad de un tsunami, de un conflicto armado, o de la erupción de un volcán que cierre el espacio aéreo europeo, y por supuesto, en muchas ocasiones no se pueden predecir. En estos casos, construir resiliencia en las organizaciones es la clave del éxito, para conseguir una reacción efectiva, sin importar la causa de disrupción.

Pero así como los riesgos adquieren escala global, la respuesta a los mismos debe sobrepasar las fronteras de las compañía en un esfuerzo colaborativo para erigir cadenas de suministro resilientes a escala global. Ya no sirve estar en posesión de una gran cantidad de datos si el resto de la cadena no sigue el ejemplo, en su lugar se debe estimular la existencia de plataformas compartidas que permitan identificar antes las disrupciones y mejorar el tiempo de respuesta. Los gobiernos tienen mucho que decir en este nuevo enfoque colaborativo, desarrollando marcos, estándares y regulaciones a nivel mundial que faciliten la transparencia y la homogeneidad de la información.

La cultura de riesgo es también un factor fundamental. Su adopción por parte de la compañía, sin embargo, es insuficiente adquiriendo una dimensión esencial la manera en la que esa cultura es transmitida, exigida y medida en los proveedores de las compañías. Las cadenas siempre se rompen por el eslabón más débil, aunque sólo exista uno.

La otra forma de plantar cara a la disrupción es tratar de convencer a las mariposas de que dejen de aletear, pero se me antoja cruel y difícil.

Andrés Morales es Associate de Gobierno Corporativo, Riesgo y Cumplimiento (GRC) de KPMG en España.