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En los últimos meses se ha hablado mucho de la cuantificación, desde el punto de vista económico, de los riesgos que supone el cambio climático para las entidades. Prestando un especial foco, como no podía ser de otra forma, en el sector financiero.

Es un asunto que no es nuevo. De hecho, el Global Reporting Initiative (GRI) lleva incluyendo en sus estándares, desde que publicara la versión G3, allá por el año 2006, un indicador relacionado con las consecuencias financieras y otros riesgos y oportunidades para las actividades de la organización debidos al cambio climático. Pero se respondía de una forma más o menos cualitativa (en el mejor de los casos) y no se le otorgaba demasiada importancia.

Sin embargo, últimamente se ha renovado el asunto como trendic topic. Esto ha sido gracias a que los ministros de economía del G20 encargaran al Financial Stability Board (FSB) la creación de un grupo de trabajo, el Task Force on Climate-related Financial Disclosures (TCFD), y se publicaran las recomendaciones para el reporte de los riesgos climáticos y para la utilización de escenarios. Y gracias, también, a que la Comisión Europea estableciera recomendaciones emitidas por un grupo de expertos de alto nivel, en materia de finanzas sostenibles.

Como consecuencia de la relevancia que está adquiriendo esta cuestión, tanto por la cantidad de documentación publicada como por la calidad de los organismos implicados, en el sector se está empezando a trabajar (en serio) en este sentido. Y comienzan a diseñarse programas de formación específicos para profundizar en la materia, que aúnan la perspectiva financiera, con la ambiental o sostenible. Algo básico para que esto avance, por otra parte.

Sin embargo, en España sucede algo que resulta, al menos, curioso. Y es que a estas alturas de la película hay que convencer a nuestros homólogos financieros de que se trata de un riesgo real que va a afectar a sus carteas de inversión, emisión de bonos y concesión de créditos. Son aspectos que, si bien se comienzan a considerar en las políticas de inversión, actualmente no se tienen en cuenta, en absoluto, en la evaluación de los modelos de riesgos de impago, por ejemplo.

Recientemente, en un encuentro global de la práctica de sostenibilidad, trasladé el punto en el que estábamos en España en cuanto a la discusión de si este era realmente un riesgo financiero. Los responsables de la práctica en otros países no salían de su asombro. En los países nórdicos, por supuesto, existe una conciencia sobre el tema mucho mayor por lo que aquí no les voy a contar nada que no sepan. Pero me llamó la atención la diferente perspectiva que se tenía desde la práctica de México, por ejemplo. Para ellos, el riesgo financiero asociado al cambio climático era un riesgo absolutamente palpable que sólo con asomarse a la ventana se podía oler. Tanto el gobierno, como todo tipo de empresas (y por tanto el sector financiero y de seguros en su conjunto) están teniendo pérdidas millonarias asociadas a los fenómenos extremos.

De todo esto lo que debemos aprender es que es hora de pasar de la edad de piedra, al menos, a la edad de bronce en materia climática. Tenemos que superar la fase de centrar los esfuerzos en aportar argumentos y debatir sobre la existencia (o no) de este tipo de riesgos. Tenemos que centrarnos, primero, en tener bien claro cuáles son los riesgos más críticos para comenzar por ahí. Segundo, en cuantificar su potencial impacto financiero. Y tercero, en la identificación de los escenarios que se puedan emplear para la evaluación de cuál podría ser la probabilidad de ocurrencia de cada uno de ellos. Y con eso, definir un umbral de riesgo y trabajar para minimizar los que superen dicho umbral.

Y también se deberían centrar los esfuerzos, dicho sea de paso, en intentar que nuestros reguladores apostasen por los riesgos de transición (en especial los regulatorios) para que sean más altos que los riesgos físicos. Y para que no lleguemos a un punto irreversible, superior a los 2ºC de aumento que se acordó en la cumbre de París. Ya que a este paso, no llegamos.

Autora: Marta Contreras es senior manager de Sostenibilidad de KPMG en España